Autor: Edgardo Civallero, ex bibliotecario y archivero de la FCD
Bibliotecas, archivos y museos son instituciones que gestionan conocimiento y memoria. En los últimos tiempos, con la información convertida en motor de un nuevo paradigma socio-político y en un bien de consumo que alimenta muchas economías nacionales, la parte patrimonial e identitaria del trabajo de esos espacios ha sido un tanto olvidada y descuidada. Pero no por ello ha desaparecido, ni ha dejado de ser importante. Los recuerdos de sociedades y de generaciones enteras siguen almacenados, organizados, protegidos y accesibles allí, en estantes, discos duros y cajas.
Trabajar en un espacio de saberes y memorias puede resultar "mágico", si me disculpan la muy gastada expresión. Si bien esa labor está rodeada de ciertos estereotipos que pueden espantar a muchos —las silenciosas bibliotecas, los polvorientos archivos, los museos llenos de presencias muertas—, se trata en realidad de una actividad apasionante, que cruza fronteras disciplinarias y temáticas y que, al mismo tiempo, pone en contacto pasados y presentes (y futuros…).
Probablemente este último aspecto fue el que me atrapó cuando, en un momento ya bastante lejano del pasado, decidí dedicarme a estas tareas. Entendí pronto que los límites entre biblioteca, archivo, museo, colecciones biológicas, fuentes orales y demás espacios de manejo de conocimientos son terriblemente difusos; que, a la postre, todo está conectado; y que, a través de esas infinitas conexiones, que a veces son muy evidentes y otras no lo son tanto, todos esos documentos que nos empeñamos en conservar no hacen otra cosa que contar una historia.
Nuestra historia.
Y esa narrativa, más compleja que cualquier tejido imaginable, está compuesta por millones de pequeños fragmentos, de voces que comparten sus experiencias y sus pasos, sus errores y caídas, sus descubrimientos. Todos esos materiales abren una ventana al pasado y nos ponen en contacto directo con quienes fuimos alguna vez, o con nuestros antecesores: los más cercanos y los más lejanos.
Probablemente esa sensación de contacto directo con tiempos idos es más fuerte con las fotografías. Dado que los seres humanos parecemos tener una fuerte tendencia a mirar a la cámara cuando nos retratan, observar una foto —en papel o digital, en blanco y negro o en color, diapositiva o negativo— es mirar a los ojos a personas que quizás ya no estén siquiera con nosotros…
[Algo similar ocurre cuando uno se enfrenta a pinturas o a esculturas, incluyendo aquellas producidas muchos siglos antes de la era cristiana. Las miradas siguen ahí: en otros materiales, en otros formatos, pero allí están. Y eso que consideramos "obras de arte" también son documentos: elementos que codifican conocimiento y memoria].
Personalmente, me ocurre que cuando me cruzo con esas miradas, esas sonrisas (o la falta de ellas), esos gestos, esas posturas, siento que hay alguien hablándome del otro lado del tiempo. Alguien que me dice "aquí estoy". Porque… ¿para qué nos fotografiamos, si no es para dejar un recuerdo nuestro, un testimonio de un momento preciso en nuestras historias personales? ¿Para qué, si no es para dejar al futuro algo que nos sobreviva, que diga que aquí estuvimos y que así fuimos?
Tuve esa sensación hace poco, revisando unas planchas fotográficas en blanco y negro que conservamos en la colección audiovisual de nuestro archivo, y que terminé incluyendo en la edición de Galapagueana de abril / 2022. Se trata de una serie de imágenes algo similares a las que en Argentina llamamos "fotos-carnet": las empleadas para documentos oficiales. Al parecer alguien tomó retratos del personal de la FCD usando ese tipo de formato. Todos esos rostros estaban allí, mirándome desde esa plancha. Algunos de ellos eran semblantes serios: probablemente fueron convocados a la sesión fotográfica en medio de sus tareas, y estaban cansados, incluso sin ganas de que los retrataran. Otras eran caras risueñas: sonreían, o contenían una carcajada… Todas esas personas me estaban mirando a través de una ventana que cruzaba el tiempo, me saludaban desde el otro lado del olvido, me insinuaban que detrás de sus imágenes había amores y preocupaciones y risas y llantos y mucho trabajo, y una familia, e ilusiones quizás, y sueños y esperanzas, seguramente. Eran personas que transitaron los caminos de tierra de la Estación Científica Charles Darwin, tal y como lo hago yo hoy; de hecho, su trabajo hizo que yo pueda, en efecto, andar esos caminos.
Vale la pena recordar todo eso cada vez que tenemos en nuestras manos un pedacito de historia, de saber, de memoria. Son las hebras, pequeñas pero esenciales, que componen nuestra identidad y nuestra realidad actual. Son parte del motivo por el que estamos aquí, ahora. Es necesario conservarlas y, más aún, conocerlas.
Especialmente si pensamos que, en algún momento, los que miren el mundo desde un papel o una pantalla seremos nosotros.