La historia de la lectura en el baño aún debe ser escrita.
Y hablo de "historia" porque asumo que desde aquel pretérito y glorioso momento en el que el ser humano inventó el inodoro —o algún artilugio similar en el que sentarse para...— surgió la necesidad de leer. Para pasar el rato, nomás. Me animaría a agregar que, mucho antes de eso (o quizás en paralelo), los materiales de lectura empleados como entretenimiento durante ese proceso fisiológico tan natural tuvieron un uso complementario como elementos de higiene personal. O, al menos, eso es lo que cuenta la tradición oral.
La realidad es que existe una innegable costumbre de llevar lectura al baño. Es más: existen "bañotecas" o bibliotecas de baño (esas bathroom libraries que son toda una tendencia en Pinterest...). He conocido algunas personalmente, y en ellas me he encontrado joyas literarias como la Divina Comedia de Dante Alighieri, en la edición ilustrada por Gustave Doré, o el Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce, una sátira francamente recomendable tanto dentro como fuera del toilette.
El caso es que los bibliotecarios tenemos serios problemas con ese tipo de "bibliotecas". En realidad, nuestro nivel de histeria se eleva a niveles estratosféricos ante cualquier ambiente, individuo u objeto que pueda poner en riesgo la inmaculada blancura de las páginas que cuidamos o la encuadernación de los libros que catalogamos con tanto mimo... A decir verdad, somos un gremio de paranoicos.
Mis antecesores en la biblioteca de la FCD no fueron la excepción. A ellos también les disgustaba profundamente la idea de que los libros tan arduamente traídos desde el continente a las islas —en épocas en las que las comunicaciones no eran tan buenas como ahora— se vieran mancillados en los servicios higiénicos de la Estación Charles Darwin por alguno de esos seres que no podían contener las ansias de leer en cualquier parte. Y desarrollaron sus propias estrategias para lidiar con ese asunto.
De esas estrategias quedaron pruebas. Las hallé, como no podía ser de otra forma, en nuestro archivo, almacén de buena parte de nuestra memoria institucional: esas pequeñas y grandes cosas que nos hacen quienes hoy somos.
Revisando una vieja caja llena de papeles arrugados y medio destrozados, di con una carta dirigida en el 2000 por una antigua colaboradora de la FCD, Phyllis Bentley, a uno de nuestros antiguos directores, Alan Tye. Para aquellos que hayan nacido en la era de Internet y el correo electrónico, me apresuraré a explicar que una "carta" era un sobre de papel (con remitente, destinatario, estampillas, sellos...) dentro del cual solían incluirse elementos varios, incluyendo mensajes. En este sobre en particular, comido por el tiempo y la eterna humedad isleña —y marcado por las mandíbulas de lo que supongo serían varios coleópteros hambrientos de celulosa— había una nota manuscrita y varias fotos. La nota, dirigida a Alan, rezaba en inglés: "Some more pictures for your amusement" (algo así como “algunas imágenes más, para tu entretenimiento”).
Y entre las fotos incluidas se encontraba la que comparto: un cartel bilingüe colocado en uno de los baños de la Estación (concretamente, en el baño de la "biblioteca, archivo y museo", es decir, los de la actual sala de conferencias) hacia 1982-3, rogando a los usuarios que, si alguno llevaba libros para leer allí, al menos tuviera la bondad de no provocar pesadillas y cólicos en el bibliotecario de turno y... ¡no los dejara en ese lugar!
[Como era de esperar, algunos colaboradores anónimos y espontáneos, de esos que nunca faltan, agregaron jocosas notas personales al cartel].
Tras carcajearme un buen rato, separé la foto y la guardé en una de las cajas en las que almaceno materiales que considero valiosos. Y lo hice por todo lo que esa imagen representa. No solo la histeria bibliotecaria en su máxima expresión —lo cual es una buena razón en sí misma— sino el excelente humor de quien tomó la foto y tuvo el detalle de enviarla, tiempo más tarde, como un recuerdo simpático de su trabajo en las Galápagos. Y, por supuesto, ese detalle humano del cartel: uno de esos que salpimientan la vida cotidiana en cualquier espacio de trabajo. Algo que, a fin de cuentas, también es parte de la historia y de la identidad de la Estación Charles Darwin.
Y que habla bastante bien de los habitantes de esa Estación, lectores tan abnegados que llevaban sus lecturas incluso al baño. Y salían de ese recinto tan absortos en lo que habían estado leyendo...
...que olvidaban el libro junto al inodoro.
[Corro a tomarme un té de tilo. La sola idea de "libro junto al inodoro" me ha disparado todas mis paranoias bibliotecarias. Cosas del oficio...].