Era una postal. Apareció entre varias cajas de papeles que alguien decidió descartar en la FCD y que, por ende, vinieron primero a parar a mis manos para ver si había algo útil o valioso para el archivo. Y lo había. Prácticamente todo era material interesante. Aunque estuviera comido por la humedad, la suciedad, los insectos y otros seres vivos (como el par de salamanquesas que salieron de las cajas en cuanto las abrí).
Decía que apareció, y me llamó la atención porque las postales no son elementos muy habituales entre el material que preservamos en el archivo, la memoria histórica y social de nuestra comunidad. Pero allí estaba ella, mostrándome, en su cara ilustrada, una tropilla de camellos cruzando una carretera en algún punto desértico del planeta. Nada del otro mundo. No hubiera tenido ninguna razón para conservarla, si no hubiera sido porque le di la vuelta y me encontré con un texto en inglés que empezaba con un "Dear M."
Aquello era una postal de amor. Una mujer que había conocido a un hombre —probablemente un viejo miembro de la FCD— durante un proyecto de investigación en un país del Cercano Oriente, y había tenido una breve pero intensa historia con él. Sus palabras eran las de alguien que había amado y que sabía que probablemente jamás volvería a ver a la persona que fue objeto de sus sentimientos. Eran un "adiós" y un "gracias" dulcísimos. Una maravilla.
Y allí estaba yo, veinte años después, ignorante de la identidad de los protagonistas de esa historia y de su destino final, pero sabedor del enorme valor de aquel retazo de realidad que tenía entre las manos. Decidí conservar la postal. Porque todos aquellos que trabajamos con patrimonio cultural, conocimiento, información o artefactos históricos necesitamos recordarnos, de vez en cuando, que los elementos que recuperamos, organizamos, visibilizamos y divulgamos fueron, son y serán parte de una historia.
Una historia humana, en donde hay personas que escriben unas líneas para agradecer el amor recibido. Y otras que guardan esas líneas a pesar de conocer los efectos de la distancia, el tiempo y el olvido. Quizás para que alguien como yo las encuentre y recuerde —o aprenda— que la vida es, también (o sobre todo), esos pequeños, grandes momentos. Y que las bibliotecas, los archivos y los museos estamos aquí para rescatar y atesorar, sobre todas las cosas, esos fragmentos. Esos que se esconden tras un libro, un retrato o una vasija.
O una postal de camellos cruzando una carretera.